Desde pequeña tuve problemas con mi melena. A todos los que me rodeaban les encantaba mi afro, que para ese tiempo era más grande que mi cabeza, pero a mí siempre me molestaba, me daba calor. No lograba entender por qué a mis “amigas” les podían hacer peinados exóticos, con muchos moños y lazos de colores y a mí siempre me hacían las aburridas trenzas para evitar que “se me pegaran los piojos” o porque así mi cabello era más manejable. Si me ponía algo como un lazo, siempre terminaba enredado, lo que me hacía enfurecer.

Tan pronto tuve la suficiente edad, pedía que me secaran el pelo, porque yo quería que mi pelo volara con el viento, que pareciera al de las sirenas. Ya estaba cansada de que mis compañeros de escuela me llamaran Gloria Trevi o me dijeran bruja, o que me excluyeran de sus juegos por no parecerme a ninguno de los personajes que ellos pretendían ser. Esto comenzó a hacerme creer que el pelo era clave en la belleza de alguien y que yo, por tener “pelo malo”, era la cosa más horrenda del mundo.
Siempre fue una pelea constante, ya que después que llegué a la escuela intermedia igualmente me hacían bullying porque mi pelo atrapaba el “frizz” y como tenía tanto, parecía un león. De ahí surgieron más nombres, tantos que ya ni los recuerdo.

Cuando entré a la escuela superior, ya mi pelo estaba tan acostumbrado a estar lacio, que creo que cada vez que veía la plancha, se estiraba solo. A veces lo llevaba rizo y al parecer ya a nadie le importaba pues no me hacían comentarios. Ahí fue cuando comencé a teñir mi cabello. Comencé siendo pelirroja y al graduarme, tenía pelo violeta.

Desde que tengo uso de memoria me estiro el pelo porque así me hicieron creer que podía pertenecer. Soy hija única y esto me hace temerle a la soledad y por ende, al rechazo. Mi pelo es una de las cosas más importantes para mí y creo que tuvo más que ver con las personas que me rodeaban que conmigo misma. Crecí entre personas que tenían pelo lacio o tenían poco pelo y para todos ellas eran hermosas. Siempre mis crushes terminaban con mi mejor amiga, con la rubia o con la del pelo extremadamente lacio. Quizás eso creó una inseguridad en mí. Tampoco entendí por qué me decían que me peinara cuando para mí yo estaba peinada. Parecía un pecado el tener mi melena suelta.
El punto es que nunca más llevé mi pelo rizo hasta que el huracán María me obligó a amar mi melena rizada. Todos se sorprendieron cuando vieron que mi pelo no era lacio y comenzaron a decirme cómo este me lucía mejor rizo. Me di cuenta que tenían razón. Mi afro violeta abrazaba perfectamente la forma de mi cara y me hacía ver más adorable. ¡El amor propio me hizo brillar! Para mí fue un gran alivio ver que en la universidad a nadie le importaba si me peinaba o no, cómo me vestía o si me maquillaba, todos viven tan en su mundo que nadie está pendiente del otro.

Entendí que la belleza no tiene nada que ver con mi cabello, no importa el color, no importa su forma. Siempre se trató de ser yo misma y de amarme como soy, con mis rizos o con el pelo planchado, con maquillaje o sin maquillaje.
La seguridad estaba enredada entre mis bucles, solo tenía que dejarla salir.

Ahora lo puedo llevar de las dos formas porque así soy: versátil. No me causa ningún trauma que me digan “Estas sin peinar”, simplemente les contesto “Saqué mi raza a pasear porque ya estaba cansada”. Que me digan bruja es casi un halago y ahora que lo pienso, que me dijeran Gloria Trevi no era algo tan malo, ¿qué mujer no quiere ser empoderada? La pregunta de “¿Y ese pelo?” se resuelve con un “Con el que nací”.
Jamás permitan que la sociedad les haga pensar que no tienen hermosura porque no caen en sus estándares, atrévanse a romperlos y sentirse seguros a la misma vez.
